LA BATALLA DEL DESFILADERO
Tres días después partimos sir Enrique y yo. Exceptuando una reducida guardia, todo el ejército había salido la noche anterior, quedando la Ciudad del Ceño silenciosa y vacía. Era Imposible dejar más guarnición en la capital que la guardia personal de Nyleptha y los que por enfermedad o alguna otra causa se vieron imposibilitados de salir de ella; pero como Milosis era realmente inexpugnable, y como el enemigo estaba delante de nosotros, y no detrás, era cuestión de poca importancia.
Good y Umslopogaas habían ido incorporados al ejército; pero sir Enrique y yo salimos por la mañana, y Nyleptha, montada en un magnifico caballo blanco, llamado “Luz del día”, que se suponía era el animal más ligero y sufrido de las caballerizas reales, nos acompañó hasta las puertas de la ciudad. Su rostro dejaba ver huellas de recientes lágrimas; pero parecía serena, luchando vigorosamente consigo misma en aquel amargo dolor.
El día antes había revistado sus tropas, arengándolas con tan elocuentes palabras y manifestando tal confianza en su valor, que acabó de conquistarse el corazón de sus soldados, que la vitorearon con entusiasmo. En el instante de la despedida, cuando refrenó su caballo, parecía estar animada del mismo valor.
-¡Adiós, y mucha suerte, Macumazahn! -me dijo-. ¡Recuerda que confío en tu talento para salvarnos de Sorais! ¡Sé que cumplirás con tu deber!
Saludé, diciendo que la guerra me horrorizaba y que, probablemente, perdería la cabeza, lo cual la hizo reír, y volviéndose a Curtis, añadió:
-¡Adiós, y suerte, mi señor! ¡Vuelve victorioso como rey, o sobre las lanzas de tus soldados!8.
Sir Enrique no respondió: espoleaba su caballo para partir; quizá tenía algún estorbo en la garganta. Son cosas que pasan; pero tales despedidas son muy desagradables cuando un hombre acaba de casarse.
–¡Aquí te recibiré cuando vuelvas triunfante! ¡Y ahora, mis señores, adiós una vez más!
Echamos a andar, y cuando estábamos a unas cincuenta varas, o cosa así, de distancia, volvimos la cabeza, viendo que aun se hallaba en el mismo sitio, para mirarnos hasta perdernos de vista.
Habríamos recorrido cosa de una milla, cuando sentimos el galope de un caballo, y, volviendo la cabeza, vimos un guardia que iba hacia nosotros conduciendo a “Luz del día”, el caballo de Nyleptha.
-La reina envía este caballo blanco a su señor Incubu como un don de despedida, encargándome que le diga que es el más ligero y el más sufrido en todo el país -dijo el guardia presentándonos la brida.
Sir Enrique no quería aceptarlo; pero yo insistí en que lo tomara, manifestando que, si no lo hacía así, podría ofender a Nyleptha. ¡Cuán poco pensé entonces en el servicio que el noble bruto había de hacernos! Es curioso considerar los hechos pasados y comprender que muchos acontecimientos grandes han dependido de causas triviales, y hasta de circunstancias accidentales al parecer.
Tomamos el caballo, que era una hermosura. Curtis dijo al mensajero que diera las gracias a la reina y la saludara en su nombre, y seguimos nuestro viaje.
A mediodía alcanzamos al ejército, cuyo mando había de tomar sir Enrique. Era una responsabilidad que lo abatía, no dejándole reposar un instante; pero las ordenes de la reina en tal punto no admitían réplica. Empezaba a hallar que, si la grandeza tiene glorias, también tiene responsabilidades.
Marchamos, avanzando sin hallar oposición y casi sin ver a nadie. Los habitantes de las ciudades y aldeas que hallábamos a nuestro paso habían huido, temerosos de verse entre los dos ejércitos enemigos y ser destrozados en la lucha.
En la tarde del cuarto día –porque el movimiento de un ejército tan numeroso tenía por necesidad que ser lento– acampamos a dos millas del desfiladero a que antes he hecho referencia, sabiendo por nuestras avanzadas que Sorais con toda su gente iba hacia nosotros y acampaba aquella noche a diez millas del desfiladero. En conformidad con esto, al amanecer enviamos mil quinientos jinetes para que tomaran posiciones. No habían acabado de disponerse, cuando otros tantos jinetes de Sorais llegaron sobre ellos, entablándose la lucha con una pérdida de treinta hombres por nuestra parte. Cuando llegaron refuerzos, se retiraron los parciales de Sorais, llevándose consigo sus muertos y heridos.
El grueso del ejército llegó al desfiladero a la hora da comer, y debo manifestar que el juicio de Nyleptha había sido cierto. Era un sitio admirable para sostener una batalla, especialmente tratándose de un enemigo más fuerte.
El desfiladero se extendía como cosa de una milla o algo más por terrenos demasiado quebrados para dar paso a una fuerza numerosa, hasta llegar a la cumbre de una gran colina ondulada que descendía hasta las márgenes de un riachuelo, volviendo a subir en rampa hacia la llanura. La longitud de la colina en el punto más alto, que correspondía exactamente con la anchura del desfiladero, sería de unas dos millas y cuarto, estando protegido en ambos lados por terrenos rocosos cubiertos de densa maleza, que, siendo casi inexpugnables, prestaban valiosa defensa a los flancos del ejército.
En la falda de aquel desfiladero rocoso fué donde Curtis, después de varias consultas con los diferentes generales, con Good y conmigo, dispuso que nuestro ejército acampara, para sostener una batalla que parecía inminente en las mismas posiciones que habíamos de ocupar en ella.
Nuestra fuerza, compuesta de unos sesenta mil hombres, hablando en términos generales, fué dividida de este modo: veinte mil infantes, armados con lanzas y puñales y provistos de escudos y placas protectoras en el pecho y la espalda, formando el grueso del ejército y unidos en masa compacta, se situaron en el centro; cinco mil infantes y tres mil jinetes quedaron a retaguardia para reforzar este cuerpo. A cada lado se situaron siete mil jinetes dispuestos por escuadrones, y un poco más allá, otros dos cuerpos, de siete mil quinientos lanceros cada uno, que formaban las alas derecha e izquierda del ejército, reforzada cada una con un contingente de unos mil quinientos jinetes.
Curtis mandaba la fuerza como general en jefe; yo tenía el mando de los siete mil jinetes del ala derecha, y Good, el de los lanceros de la misma ala. Los jinetes y lanceros del ala izquierda eran mandados por generales zu-vendis.
Apenas si pudimos tornar nuestras diversas posiciones antes de que el vasto ejército de Sorais empezara a moverse en la colina opuesta, a una milla de distancia de donde nos hallábamos nosotros, dejando ver el brillo de sus lanzas moviéndose bajo los reflejos del sol.
Los exploradores no habían exagerado; eran dos veces más que nosotros. Al ver que los jinetes que ocupaban los flancos hacían ciertas demostraciones amenazadoras, creímos que Sorais iba a atacarnos inmediatamente; pero, sin duda lo pensó mejor, y no hubo batalla aquel día. No me extiendo sobre la manera cómo desplegó sus fuerzas, porque no puedo hacerlo con precisión, y sería inútil; baste decir, en general, que se colocaron de un modo, semejante al nuestro, pero que su reserva era mucho mayor.
Opuesto a nuestra ala derecha y formando el ala izquierda de las tropas de Sorais, había un numeroso cuerpo de negros, armados solamente con sable y escudo, y que, según supe, eran los veinticinco mil montañeses salvajes de Nasta.
-Os aseguro, Good -dije a éste cuando los vi-, que buena os espera mañana cuando carguen esos señores.
Good, no sin motivo, mostró bastante ansiedad al oírme.
Pasamos todo el día observando y esperando; pero no ocurrió nada. Se hizo de noche, y un millar de fuegos de vivaque que brillaron en las colinas murieron uno a uno, como las estrellas en el firmamento. Según fueron pasando las horas, el silencio se hacía más profundo en las huestes opuestas.
Fué una noche angustiosa, porque, a más de las mil y una cosas a que era preciso atender, teníamos que soportar la incertidumbre de la demora, que nos consumía de espanto. El combate del día siguiente sería tan terrible, la matanza tan horrorosa, que muy valeroso había de ser en realidad el corazón que no se sintiera abatido ante aquella perspectiva.
Cuando pensé en todo lo que dependía de aquella batalla, confieso que me sentí enfermo, entristeciéndome mucho la idea de que aquellas potentes fuerzas se hubiesen reunido allí para destrozarse mutuamente, y sólo para satisfacer la celosa ira de una mujer.
Ese era el invisible poder que iba a impulsar a aquellas masas a luchar entre sí como truenos humanos, como huracán contra huracán. Era una idea terrible; verdaderamente, es mucha la responsabilidad de los grandes de la tierra, y hay, que temerla.
Mientras los centinelas vigilaban y los generales iban y venían como sombras por el campamento, nosotros, con el rostro pálido y el corazón oprimido, celebramos consejo.
El tiempo fué avanzando, y todo estaba dispuesto para la batalla. Me tendí y procuré dormir; pero era imposible. ¿Qué ocurriría al día siguiente? Muchas muertes; eso era lo único de que podíamos estar seguros, y confieso que sentía mucho miedo.
Al fin, salió el sol, y los ejércitos empezaron a moverse, dispuestos para la refriega. Era una escena hermosa en su mismo terror, imponente. El viejo Umslopogaas, apoyado en su hacha, la contemplaba con extraordinario deleite.
-¡Nunca he visto nada parecido, Macumazahn; nunca! me decía-. Las batallas de mi país son juegos de niños, comparadas con lo que ha de ser ésta. ¿Crees que se llevará a cabo?
-Si -repuse contristado-; y será terrible. ¡Alégrate, Carnicero: por una vez vas a satisfacer tu sed de sangre!
Pasó tiempo, y aun no se veían señales de que fuera a comenzar el ataque: varios jinetes cruzaron el riachuelo y pasaron frente a nosotros, para examinar, sin duda, nuestras posiciones y fuerzas. No quisimos molestarlos, toda vez que nuestro intento era defendernos simplemente y perder los menos hombres posibles. Almorzaron nuestros soldados, se pusieron sobre las armas y fueron pasando las horas. A mediodía, mientras comían, porque creímos que combatirían mejor comiendo que ayunando, el grito de “¡Sorais! ¡Sorais!”, saliendo como un trueno de la extrema derecha del enemigo, me obligó a tomar mi anteojo, y pude ver a la “Señora de la Noche” en persona, rodeada de un brillante estado mayor, recorriendo las filas de sus batallones. Según iba avanzando, aquel grito, nutrido y vigoroso, resonaba delante de ella como el rodar de diez mil carruajes o el rugir del océano cuando el viento lleva a tierra sus agitados rumores en día de tempestad.
Comprendiendo que aquéllos eran los preludios de la batalla, permanecimos a la expectativa, disponiéndonos convenientemente,
No tuvimos que esperar mucho. De repente, dos grandes escuadrones de caballería bajaron hacia el río cargando sus lanzas; primero despacio, más de prisa después. Antes de que llegaran al río, recibí órdenes de sir Enrique disponiendo que salieran cinco mil sables al encuentro de la fuerza que caería sobre mi gente, apenas empezasen a subir la falda que conducía a nuestro campamento. Así lo hice, permaneciendo yo con el resto de mis hombres.
Los cinco mil jinetes, dirigidos por un habilísimo general, salieron en masa a un trote ligero, y apenas salvaron las trescientas primeras varas, fueron derechos a la cabeza da la columna de caballería que se acercaba, en número de ocho mil, según pude apreciar.
De repente se desviaron, poniéndose al paso: vi que los nuestros se extendían, y antes de que el enemigo pudiera darse cuenta y salirles al encuentro, cargaron contra ellos. Centenares de jinetes rodaron por el suelo: la columna quiso rehacerse a fin de proteger su centro; pero los nuestros no lo consentían, y entre los hurras de cuantos presenciábamos el choque desde nuestro campamento, los separaban de nuevo, hasta que, al fin, en medio de las carreras de centenares de cabellos sin jinete, el reflejo de las largas lanzas y los victoriosos gritos de sus perseguidores, aquella gran fuerza, diezmada y molida, volvió a sus filas para ponerse en salvo.
Creo que sólo llegaron dos terceras partes de los que habían salido diez minutos antes. Las filas que se adelantaron para atacar se abrieron dejándolos pasar, y mi fuerza volvió, habiendo perdido solamente unos quinientos hombres; pocos en realidad, dada la violencia del ataque. Vi asimismo que volvían las fuerzas de nuestra ala izquierda; pero no sé lo que ocurrió entre ellas. En momentos tan graves es bastante saber lo que a uno lo rodea.
Grandes masas de la izquierda del enemigo, compuestas casi en totalidad por los jinetes de Nasta, atravesaban ya el río aclamando a Sorais y a Nasta, y venían como hormigas hacia nosotros.
Volví a recibir órdenes de contenerlos también, a fin de evitar que cayeran sobre el grueso de nuestras tropas, y lo hice lo mejor que pude, enviando contra ellos escuadrones de mil sables, uno tras otro. Estos escuadrones hicieron mucho daño al enemigo, siendo un espectáculo glorioso el verlos bajar la colina y penetrar como un cuchillo en el corazón del enemigo. Perdimos, sin embargo, muchos hombres, porque las fuerzas contrarias, previniendo su maniobra, no oponían resistencia: los dejaban entrar, y tirándose al suelo, desjarretaban centenares de caballos, según iban pasando.
Así, a pesar de nuestros esfuerzos, el enemigo fué acercándose, hasta que se arrojó sobre las fuerzas de Good, que se habían replegado en tres grandes escuadrones para resistir mejor. Un clamor terrible me dejó comprender que el centro y la extrema izquierda habían sido atacados también.
Levantándome sobro les estribos y mirando hacia la izquierda, pude ver, extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba, un deslumbrante reflejo de aceros, producido por el sol, que brillaba sobre los desnudos sables y las ondulantes lanzas.
Las filas de los combatientes se movían de un lado para otro en aquella lucha mortal; la victoria se inclinaba tan pronto de un lado como de otro, en la insensata aunque ordenada confusión del ataque y de la defensa. Apenas si podía cuidarme de lo que ocurría lejos de nosotros, y sólo pude observar lo que acabo de decir, en el instante en que retrocedía la caballería ante los tres escuadrones de Good.
Los tiradores salvajes de Nasta rompían ya en rojas ondas contra los cuadros que formaban los nuestros, fuertes como una roca. De vez en cuando lanzaban gritos de guerra, arrojándose furiosos contra la triple y extensa fila de agudas lanzas, para ser arrollados y retroceder como las olas al chocar con las peñas.
Así se sostuvo la batalla durante cuatro horas largas, casi sin tregua: nosotros nada ganamos, pero tampoco perdimos. El enemigo intentó por dos veces penetrar en nuestra ala izquierda, abriéndose camino por la selva que la protegía; pero fué derrotado. Los tiradores de Nasta no pudieron romper las filas de Good, a pesar de sus desesperados esfuerzos y de que aquéllas habían disminuido en una tercera parte.
El cuerpo central del ejército, donde se hallaba sir Enrique con su estado mayor y Umslopogaas, sufrió horrorosamente; pero se sostuvo con honor. Otro tanto puede decirse del ala izquierda.
Fueron disminuyendo los ataques, y el ejército de Sorais se retiró, bastante castigado ya, a mi entender. Pero me equivocaba en esto, porque, descomponiendo su caballería en pequeños grupos, cargó con furia contra nosotros, atacando cuerpo y alas a un tiempo, e intentando romper nuestras diezmadas filas de infantería y caballería. Sorais en persona dirigía el movimiento, y, valerosa como una leona, iba a la cabeza de sus tropas, hallándose siempre en el sitio más peligroso.
Vi brillar su áureo yelmo en la vanguardia, según venían sobre nosotros, sin que las cargas de nuestra caballería consiguieran detenerlos en su rápida carrera. Arremetieron contra nosotros, y nuestro centro, doblado como un arco, se rompió: a no haber sido por los diez mil hombres que teníamos en reserva corrieren a auxiliarnos, hubiéramos sido destrozados por completo. Los tres escuadrones de Good fueron arrollados como lanchas a merced de una ola furiosa, y el que iba a la vanguardia quedó destrozado.
El esfuerzo era, sin embargo, demasiado terrible para que pudiera durar, y por unos minutos pareció menguar, retirándose al fin las fuerzas hacia el campo de Sorais. Los terribles y casi invencibles montañeses de Nasta, bien porque estuviesen descorazonados por sus pérdidas, bien porque intentaran valerse de una estratagema, retrocedieron, y la caballería de Good, abandonando la posición que ocupara por espacio de tanto tiempo, vitoreó entusiasmada y corrió tras ellos por el declive de la colina: los tiradores se volvieron, procurando encerrarla, y cayeron sobre ella dando terribles alaridos. Lo poco que quedaba del primer escuadrón se hundió allí; el segundo, donde iba Good montado en un hermoso caballo, estaba próximo a ser aniquilado: unos minutos más. y vi caer las banderas, perdiendo todo rastro de Good en la confusión y horrible matanza que se sucedieron.
Poco después un caballo pardo, con la crin y la cola blancas como la nieve, pasó por delante de mí sin jinete y arrastrando las riendas. Reconociendo en él al caballo que Good montaba, no vacilé, y tomando una fuerza de caballería de unos cuatro o cinco mil hombres, me encomendé a Dios, y, sin esperar órdenes, fui derecho sobre los tiradores de Nasta. Al yerme avanzar, prevenidos por los cascos de mis caballos, se volvieron hacia nosotros, saludándonos con ardor. No cedimos: parecían crecer y multiplicarse a centenares, hundiendo sus largos sables en el vientre de nuestros caballos, o cortando sus jarretes y destrozando a los jinetes que caían al suelo.
Mi caballo pereció también; pero, afortunadamente, llevaba de reserva una yegua que me había regalado Nyleptha, negra como el azabache, a la cual tenía en gran estima, y monté sobre ella tan pronto como me fué posible. Entretanto, me las compuse como pude, porque, en la violenta confusión del momento, mis hombres me perdieron de vista. Sin saber cómo, me hallé entre los restos del escuadrón, que se había reunido en torno de su capitán, Gougwan, y luchaba desesperadamente para salvarse. Tropecé con algo, y, percibiendo el monóculo de Good, vi que éste se hallaba en el suelo, desmontado, y un hombrazo terrible blandía un sable delante de él. Logré acabar con el negro valiéndome del puñal que recogí en la canoa, cuando tiramos al agua la mano del masai que mató a nuestro ascari; pero el montañés me descargó un golpe tan terrible en el pecho y el costado izquierdo, que, aun cuando la cota de malla me salvó la vida, comprendí que debía de estar gravemente herido.
Caí entre los muertos y heridos, perdiendo toda conciencia de mí mismo, y, cuando la recobré de nuevo, vi que los tiradores de Nasta, o mejor dicho, los que quedaban de ellos, retrocedían hacia el vio, y Good, a mi lado, sonreía con ternura.
-Hemos estado cerca; ¿eh? -me dijo-. ¡Pero nunca es tarde si la dicha es buena!
Asentí, pensando, sin embargo, que la dicha no era completa para mí, toda vez que me sentía bastante mal.
Justamente entonces vimos que los cuerpos de caballería estacionados en nuestras alas derecha e izquierda, reforzados con los tres mil jinetes de reserva, corrían como flechas, cayendo sobre los desordenados flancos de las fuerzas de Sorais. Aquella carga decidió el éxito de la batalla: el enemigo retrocedió hasta el río, y hubo un instante de tregua, durante el cual pude llegar hasta mi caballo y recibir órdenes de sir Enrique. Después, con un espantoso clamoreo, agitando en el aire las banderas y empuñando las lanzas, el resto de nuestro ejército tomó la ofensiva y empezó a bajar despacio por la colina, abandonando las posiciones que había ocupado todo el día.
Al fin nos llegaba el turno, e íbamos a atacar.
Seguimos adelante, pasando sobre los muertos y heridas. Al aproximarnos al riachuelo, reparé en algo extraordinario: galopando furiosamente hacia nosotros y abrazado con fuerza al cuello de su caballo, iba un hombre vestido con el traje de general zu-vendi, en el cual reconocí a nuestro perdido Alfonso. Sus negros bigotes hacían imposible toda equivocación. Un momento más y estaba en nuestras filas, librándose milagrosamente de las lanzas de nuestros soldados; alguien, cogiendo su caballo del diestro, lo llevó adonde yo me había detenido un instante.
-¡Ah, monsieur! -murmuró con voz apenas perceptible, a causa del terror que lo dominaba-. ¡Gracias a Dios, sois vos! ¡Cuánto he sufrido! ¡Pero ganaréis, monsieur, ganaréis! ¡Huyen: son cobardes! Escuchad, monsieur; tengo que deciros una cosa que no es buena: van a asesinar a la reina Nyleptha mañana, apenas salga el sol, en su palacio de Milosis; la guardia abandonará su puesto, y los sacerdotes la matarán. Yo estaba escondido detrás de una bandera, y lo he oído todo sin que me vieran los que lo referían.
-¿Qué? -exclamé horrorizado-. ¿Qué quieres decir?
-¿Qué, monsieur? Que ese demonio de Nasta fué anoche a Milosis para arreglar el asunto con el patriarca Agon. La guardia dejará abierta la puerta de la escalera, abandonando sus puestos, y Nasta y los sacerdotes de Agon irán a matarla.
-Ven conmigo -le dije; y gritando a un oficial de estado mayor que estaba cerca que se encargara del mando de mi gente, cogí su caballo de la brida y fuimos a galope tendido al sitio donde ondeaba el pabellón real, a unos tres cuartos de milla de distancia, donde debía de hallarse Curtis, si aún vivía. Allá fueron nuestros caballos saltando sobre los muertos y heridos, atravesando lagunas de sangre, pasando por entre las lanzas de nuestros soldados, hasta divisar a sir Enrique, que, montado sobre el caballo que Nyleptha le regalara al partir y rodeado de generales, sobresalía entre ellos.
Cuando llegábamos empezaban a avanzar de nuevo. Vi que llevaba un pañuelo ensangrentado alrededor de la cabeza; pero su mirada era tan límpida y brillante como de costumbre. Junto a él, el viejo Umslopogaas, con el hacha tinta en sangre y sin haber sufrido daño personal alguno, estaba tan fresco como de costumbre.
-¿Ocurre alguna novedad, Quatermain? -gritó al verme.
-Sí; y grande. Hay un complot para asesinar a la reina mañana al romper el alba. Aquí está Alfonso, que lo ha oído todo y ha podido escaparse del campamento de Sorais.
Y con extraordinaria rapidez referí lo que el francés acababa de decirme.
Curtis palideció mortalmente.
-¡Al romper el alba -murmuró-, y está poniéndose ya el sol! ¡Amanece antes de las cuatro, y estamos a cien millas de distancia! ¡Nueve horas por lo menos! ¿Qué podríamos hacer?
-¿Está cansado ese caballo? -pregunté, impulsado por una idea repentina, indicando a “Luz del día”.
-No; acabo de montar hace un momento, cuando cayó muerto el que montaba antes, y ha comido bien.
-Lo mismo le ocurre al mío: bajaos, y dejad que suba Umslopogaas. Antes de amanecer, estaremos en Milosis; y si no estamos.., no será nuestra la culpa. ¡No, no; es imposible que os retiréis de aquí! Os verían, y eso sería bastante para perder la batalla, que aun no está medio ganada siquiera. Los soldados creerían que teníais miedo. ¡Vamos, listo!
Bajó del caballo, y Umslopogaas, obedeciendo a una señal mía, saltó sobre la silla.
-¡Adiós! —dije-. Si es posible, enviad dentro de una hoars mil hombres que nos sigan con caballos de refuerzo, y disponed que un general tome el mando del ala izquierda y explique mi ausencia.
-Haréis todo lo posible por salvarla; ¿verdad, Quatermain? -preguntó Curtis con trémulo acento.
-¡Sí; os lo juro! ¡Apresuraos, que os habéis quedado rezagado!
Nos dirigió una mirada de afecto, y, seguido de su escolta, fué al galope para reunirse con la fuerza, que en aquel instante cruzaba el río, cuyas aguas se habían tornado rojas: tanta era la sangre derramada.
Umslopogaas y yo salimos de aquel espantoso lugar como las flechas salen del arco, y pocos minutos después dejábamos detrás el tumulto, los gritos, el olor a sangre y la terrible matanza, llegando a nuestros oídos todo como un rumor débil y lejano, semejante al sonido de un mar distante.
8 Aludía a la costumbre zu-vendi de conducir a los oficiales muertos sobre un cuadro de lanzas.